Aquella noche le dolía el estómago. Era temprano para
dar a luz, se dijo. Aún faltaban un par de meses. Finalmente, se levantó a la
letrina. Allí sintió un dolor horrible. Y un líquido caliente que le bajaba.
Cristina Quintanilla recuerda poco más. Se desmayó. Sus padres, alertados por
el ruido de su casita con paredes casi de papel, la encontraron cubierta de
sangre en el suelo del baño. Pensaron que se moría. Viven a varios kilómetros
del centro de salud, y sin vehículo, así que llamaron a los guardias para que
trasladaran a la muchacha. En el hospital confirmaron que ya no estaba
embarazada. Y la denunciaron por provocarse un aborto. Ingresada y bajo efectos
de la anestesia, recuerda, fue interrogada por policía. “Veía borroso, notaba
trajes azules en vez de batas blancas, pero me hacían preguntas. Me dijeron
‘desde este momento estás detenida porque mataste a tu hijo”. La acusaron de
homicidio. El día anterior había cumplido 18 años.
Cristina Quintanilla pasó tres días
esposada a la cama del hospital. De allí al calabozo de la comisaría y después
al penal de Ilopango, la mayor cárcel de mujeres de El Salvador, en San
Salvador. Un año después fue informada de su condena en un proceso que luego se
demostraría lleno de irregularidades. Comenzó acusada de homicidio imprudente,
penado con hasta cinco años de prisión, y salió de la sala condenada por
homicidio agravado y una pena de 30 años, a pesar de que los peritos de
medicina legal no pudieron determinar que la muerte del feto fuese provocada.
“Del hospital pasé a la cárcel, enferma, sin cuidados, deprimida… Acababa de
perder a mi hijo y además me estaban condenando por eso”, reclama.
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